sábado, 5 de enero de 2013

Cómo se pierden las democracias. Marisol Hernández


 
Cómo se pierden las democracias. Tomado de www.letraslibres.com

La democracia, señala Julio Hubard, es una estructura no de piedras sino de palabras. Con palabras dichas en la plaza pública se construye una democracia. Pero el exceso y la perversión del uso de la palabra acaban siendo enemigos más poderosos que las armas o la pobreza.

En eso, Atenas es diferente de las demás civilizaciones: su concepto de ciudadanía no está ceñido por el espacio geográfico (de ahí, por ejemplo, la extrañeza que causa en el lector el discurso fúnebre de Pericles, cuando afirma que Atenas está en los barcos, no en el territorio) sino por el acatamiento de dos criterios: la isonomía y la isegoría. No es que los atenienses amaran su democracia. Amaban su libertad, su isonomía (una igualdad no solo jurídica sino política; es decir, no una “igualdad ante la ley” sino el igual derecho y obligación de ejercer la política) y, sobre todo, su isegoría (igual derecho y obligación de hablar). No podían comprender la justicia sino como asunto entre pares, entre semejantes. No podía ser impartida por el Estado sino por la deliberación del isegoros entre los isónomos.

Las democracias carecen de sentido si sus ciudadanos no las comprenden, dice Sartori. Y las sociedades que existen como producidas por el Estado (no las que generan al Estado) suelen no comprender su lugar (jurídicamente de súbditos, por más consentidos que sean) en una vida democrática.

Hay que tener en cuenta los tropiezos que toda democracia tiene que enfrentar. Las tentaciones de aristócratas y las populistas, las oligarquías y las ambiciones dictatoriales de los tiranos, que nunca faltan. La democracia ateniense tropezó con todas sus piedras. Pero se puso de pie y volvió a andar. A fin de cuentas, solo una composición de elementos, muy particular, dispuso su muerte definitiva. Hansen no lo articula de modo simple, pero deja los datos y los indicios de tal modo que su lector queda en disposición de verlo con claridad: si bien los discursos, los debates y las deliberaciones –es decir, el uso de la palabra– son la columna vertebral de la democracia, el exceso y la perversión del uso de la palabra (demagogos y malos sofistas) acaban siendo un enemigo más formidable que las armas, la peste o la pobreza.

Las democracias nacen, viven y mueren con el uso de la voz. La voz posibilita a la democracia. Discurrir es el vehículo de la participación política, y solo se sostiene cuando quien habla se asume como semejante a los otros (por más que en Atenas los semejantes fueran solo los varones hijos de griegos; ni extranjeros, ni mujeres) y en igualdad de condiciones. Todo aquel que es interpelado, debe ser capaz de debatir. La diferencia está en dos cosas, igualmente importantes: en que diga la verdad y en el modo en que la diga (puedo ser claro, seductor, imaginativo, o seco, retorcido, confuso).

 La lógica de mi discurso es tan importante como la “capacidad de conmover” de mi discurso (Aristóteles). Cuando Pierre Vidal-Naquet analiza el Filoctetes de Sófocles, recurre a un antiguo rito de paso, mediante el cual un joven efebo accede a la condición de hoplita (soldado portador de escudo; los polités pobres eran marineros); cuando el joven es capaz de discurrir, conmover y convencer de alguna idea propia a un grupo de hombres, pasa de la juventud a la hombría, recibe su escudo y su politéia (a la vez: su condición de ciudadano y su inscripción en la constitución de las leyes). Neoptólemo se vuelve hoplita y polités cuando logra convencer al feroz Filoctetes.

 

La Atenas antigua libraba una batalla moral, política y de autognosis respecto de la palabra. Platón y Sócrates entienden la vida lingüística como un fin en sí, un bien. Pero hay quienes ven la lengua como un recurso, una herramienta útil para conseguir los bienes; en general, poder y riquezas. Son los malos sofistas y, sobre todo, los demagogos: elegantes enredadores, seductores y trucadores de palabras, capaces de convencer a un auditorio, o unos discípulos, de cosas inverosímiles.

El derecho al uso de la palabra y la obligación de participar de las cosas públicas resultó ser un instrumento difícil de afinar. Nunca faltan los intemperantes y los tontos, pero esos se ridiculizan solos. Platón detestaba a los sofistas y a los demagogos al grado de llevar su rechazo hasta todo aquel que no hiciera uso de la palabra en sentido filosófico. De su República expulsa hasta a Homero y al resto de los poetas: dicen cosas falsas, alimentan la idiotez.

 

A Karl Popper, con toda razón, le resulta abominable la tentación totalitaria y tiránica de Platón. Pero es, la de Platón, una reacción, exagerada, del mal que mata a las democracias: ya la conculcación de la palabra, ya la devaluación de su uso; es decir: los recursos de la demagogia incuban una tiranía. Ahí estaba Alcibíades, discípulo de Sócrates, que sedujo a los atenienses contra los espartanos, para después de la derrota pasar al lado espartano, seducirlos y atacar su nativa Atenas y, encima, regresar a Atenas entre aclamaciones...

A la larga, resulta mucho más lesiva una devaluación de la palabra que de la moneda. Cuando la lengua y sus modos pierden arraigo y se vuelven veleidosas, la política se transforma en una jungla moral, donde el depredador es capaz de embaucar con falsedades a un público de inteligencia disminuida.

El mismo año terminan la era oratoria de Atenas, la democracia y Demóstenes su propia vida. Por eso, el título: The athenian democracy in the age of Demosthenes. No es porque Demóstenes sea un buen recurso académico. Se trata de la calidad del discurso. En la tradición latina, cuando se escucha la palabra “discurso”, pensamos en voces engoladas, rebuscamiento sintáctico y en una forma del poder: habla quien manda o quien porta un mandato. La democracia ateniense fue lo contrario. Demóstenes tuvo que aprender a recortar su fraseo, emplear vocablos breves, claros y apostar a la concisión. No faroleaba porque su objetivo era ser entendido y convencer. (Vale la pena contrastar la escueta retórica de Demóstenes con la intrincadísima y sofisticada de Cicerón: el senador romano tiene como interlocutor a otros senadores, hombres de Estado, no a los ciudadanos.) Perdió porque hablaba a unos atenienses aturdidos por los demagogos y sus promesas de gloria y revancha. Lo peor de todo: no se trataba tanto del demagogo en turno. Siempre habrá desquiciados que quieran el poder, a cualquier costo. Lo terrible es que los ciudadanos los cobijen, los elijan y quieran servirlos.
Marisol Hernández - Abogada.  Maracaibo, 28 de abril de 2013